Antes
de comenzar a tratar el tema objeto de análisis me gustaría hacer una
confesión. En este sentido, a pesar de que en la actualidad me dedique a
analizar cuestiones de Derecho privado, lo cierto es que la pasión por esta
rama de conocimiento y, en especial por la responsabilidad civil tuvo su
origen, en gran medida, al aproximarme al Derecho penal. Desde el primer
momento me encantó la resolución de casos prácticos penales, la diversidad de
pensamientos; en suma, ofrecer una solución a un conflicto producido entre
particulares. No obstante, había una cuestión que me abrumaba y desconocía de
qué se trataba. No me permitía disfrutar todo lo que hubiera deseado.
Cuando pasó algo de tiempo comprendí la razón de esta situación. En este ámbito del Derecho se imponen las penas más graves y este ejercicio del ius puniendi provocaba que siempre se me generara una inseguridad a la hora de establecer una posible resolución. Además, entendí que, precisamente por este motivo, particularmente en este campo se produce un constante recurso a consideraciones de carácter político y moral, siempre subjetivas. De alguna forma, este hecho conlleva que, en muchos casos, el estudio de un supuesto se haga desde estos prismas y no desde criterios estrictamente jurídicos –como sería adecuado–. La presión social ante temas sobre los casos más llamativos –que no más relevantes–, las continuas interferencias de los políticos –que no politólogos– y de la prensa provocan una desviación y hacen que el debate se traslade a otros derroteros.
A ello hay que sumar el evidente trasfondo de política legislativa existente en la redacción de las normas y de los tipos penales. No puede obviarse que la opción por una pena u otra, o la propia calificación como delito encubre un modelo de sociedad concreto, unos valores, en definitiva, una cultura.
Cuando pasó algo de tiempo comprendí la razón de esta situación. En este ámbito del Derecho se imponen las penas más graves y este ejercicio del ius puniendi provocaba que siempre se me generara una inseguridad a la hora de establecer una posible resolución. Además, entendí que, precisamente por este motivo, particularmente en este campo se produce un constante recurso a consideraciones de carácter político y moral, siempre subjetivas. De alguna forma, este hecho conlleva que, en muchos casos, el estudio de un supuesto se haga desde estos prismas y no desde criterios estrictamente jurídicos –como sería adecuado–. La presión social ante temas sobre los casos más llamativos –que no más relevantes–, las continuas interferencias de los políticos –que no politólogos– y de la prensa provocan una desviación y hacen que el debate se traslade a otros derroteros.
A ello hay que sumar el evidente trasfondo de política legislativa existente en la redacción de las normas y de los tipos penales. No puede obviarse que la opción por una pena u otra, o la propia calificación como delito encubre un modelo de sociedad concreto, unos valores, en definitiva, una cultura.
Sin
duda, todos estos motivos influyeron en mi decantación por el Derecho civil, ya
que, aunque no siempre sea así, normalmente aparece aislado de todas estas cuestiones.
Por
otro lado, a pesar de inmiscuirme sin necesidad alguna en la difícil labor de
hablar, siquiera someramente, sobre estas disquisiciones, quiero dejar constancia
de que soy conocedor y consciente de esta cuestión. De este modo, estamos ante
un hecho voluntario y, por tanto, el contenido de este artículo merece todas
las críticas posibles –que, de buen seguro, no serán pocas–. Por lo tanto, que
nadie se base en las reflexiones que adoptemos que ni mucho menos tienen la
finalidad de servir de doctrina. Son meras impresiones y opiniones desde el
desconocimiento.
Tras
ello, nos podemos introducir en materia. En primer lugar, debe tenerse en
cuenta que hablar en abstracto sobre cualquier rama del Derecho y, más si cabe,
sobre el Derecho penal es muy costoso y, a la vez, peligroso. En este sentido,
no pueden sacarse conclusiones absolutas o hacer generalizaciones, ya que
siempre es necesario atender a las particulares circunstancias que rodean al
supuesto (ad casum).
Por
otro lado, el objeto central de esta obra versa sobre el carácter de la
responsabilidad penal. Obviamente, cualquier estudioso de la rama señalará –con
buen criterio– que estamos ante una responsabilidad subjetiva. De hecho, debe
ser la más subjetiva de todas las responsabilidades por las especiales penas
que se imponen. Sin embargo, si atendemos a la realidad observamos cómo el
principio de presunción de inocencia no siempre se aplica con todas sus
exigencias. De hecho, si el criterio que se baraja para determinar la
culpabilidad de un sujeto es la intención,
claramente este extremo no se está cumpliendo. No puede obviarse que
estamos hablando de elementos estrictamente subjetivos, imposibles de conocer
(salvo para el sujeto actuante). Por lo tanto, si no queremos volver a un
sistema basado en la confesión, debemos buscar otra justificación.
Podrá
argumentarse en contra señalando que el juez valora todos los hechos y que
concluye atribuyendo responsabilidad en función de dicho análisis y que,
además, motiva su sentencia. No obstante, en la gran mayoría de los casos no se
sabrá con certeza la intención del
agente, por lo que el mensaje que se envía a los presuntos autores y a la
sociedad en general es el siguiente:
- Nadie podrá ser privado de su libertad si no comete intencionadamente un tipo delictivo.
- En la gran cantidad de casos no se puede conocer dicha intención.
- Sin embargo, se impone la pena.
- Nadie podrá ser privado de su libertad si no comete intencionadamente un tipo delictivo.
- En la gran cantidad de casos no se puede conocer dicha intención.
- Sin embargo, se impone la pena.
De
este modo, se envían mensajes contradictorios y ello provoca que la sociedad se
aleje de las normas y no comprenda su sentido. Es cierto que la intención solo es un requisito, según la
doctrina y jurisprudencia, del dolo –o de algún tipo de dolo–, pero la
conclusión no varía en exceso –pues en los casos de culpa normalmente no se
entra en prisión–. Al margen del escaso sentido de la anterior clasificación entre
clases de dolo –ya que no tiene repercusiones prácticas–, lo cierto es que lo
más adecuado es cambiar este criterio o, al menos, complementarlo con otro.
En
este sentido, entendemos más correcto hablar de conocimiento y de imputación del mismo. De este modo, no encontramos
un elemento tan interno como la intención
y puede tratar de analizarse mejor en un pleito. Así, es más sencillo y
adecuado extraer de los hechos conocimientos
que intenciones. Igualmente, nos
parece que este término no tiene las mismas connotaciones y se evita un
oscurecimiento de la labor del jurista y la comprensión de los ciudadanos.
Claro está, en aquellos casos más evidentes en los que se observa y se deduce
que el actor quería el resultado, la intención
aparece como una opción plausible. No obstante, no ocurrirá en la
generalidad de los casos, por lo que no puede establecer esta última como
criterio último, definitivo y definidor del Derecho penal. Máxime porque el
Código tampoco prescribe que ello deba ser así.
Sin
embargo, repárese en que hemos hablado de imputación y no de demostración, ya
que, tampoco en este caso es posible, generalmente, probar con certeza el conocimiento. No puede obviarse que
cierta objetivación de la responsabilidad es necesaria, pues de otro modo nadie
podría ser condenado y quedarían impunes todos los actos delictivos. Además,
así debe explicitarse en la sentencia, procediendo a la motivación que ha dado
lugar a dicha conclusión. Seguir hablando de intención y de responsabilidad subjetiva strictu sensu es algo utópico y no tiene excesivo sentido.
Todo
ello, hace que no se envíe incertidumbre a la población y, entendemos, favorece
la finalidad positiva del Derecho penal –esto es, que la sociedad asuma como
propias las normas y, por tanto, las cumpla por haberlas interiorizado–.
Asimismo, también permite que el condenado vea la pena como “justa”, pues no se
entra a determinar si quería o no hacer algo. De este modo, quizás puede
obtenerse el fin último de la misma: la reinserción (que, como veremos, tampoco
está exenta de críticas). Como se observa, la decisión sobre uno u otro
concepto es más debida a cuestiones de mejor comprensión y de carácter social
que estrictamente jurídicas.
En
otro orden de cosas, hay que tener en cuenta que las normas deben interpretarse
y adaptarse a la realidad concreta de una sociedad. Sin querer generalizar, lo
cierto es que España no se caracteriza por ser el país más cumplidor del
Derecho –más bien al contrario–. En muchas ocasiones, se respetan las leyes por
el temor al reproche, a las consecuencias. Por lo tanto, sea mayor o menor la
cantidad de sujetos que puedan incluirse en dicho grupo, no puede obviarse que,
si se quiere que se respeten las normas, es igualmente necesaria la faceta
negativa del Derecho.
Por
otro lado, es interesante reparar en una cuestión que es en muchos casos
olvidada. En este sentido, cuando se afirma que las sentencias no pueden
escribirlas las víctimas estamos ante un extremo que, siendo correcto, merece
una matización. De hecho, señalar que los jueces no tienen en cuenta a estos
colectivos a la hora de fallar es ser un utópico. Todas las creencias, valores
y conocimientos influyen a la hora de tomar una decisión. Además, ello debe ser
así, ya que, si bien la pena no se aplica para que la víctima obtenga un
resarcimiento, sí lo es la responsabilidad civil que el propio tribunal penal
resuelve (normalmente, salvo reserva de acciones) en el mismo pleito.
Igualmente, la proporcionalidad entre el delito presuntamente cometido y la
pena impuesta debe ser suficiente para que los allegados comprendan que se ha
hecho justicia y no pierdan su confianza en el sistema. De algún modo, cuando
se condena a una persona se restituye la norma, esto es, se le comunica a la
sociedad que la norma sigue estando en vigor.
Por
último, quiero referirme muy brevemente al tema de la reinserción como
finalidad. Dos son las críticas que me gustaría hacer. La primera es bastante
obvia y es la referida a un criterio meramente empírico. La propia realidad
muestra como en muchos casos tal reinserción no es posible e incluso el
condenado manifiesta que va a continuar delinquiendo. Al margen de los defectos
del sistema, lo cierto es que no cumple los objetivos previstos. Además, si se
permiten condenas permanentes (revisables) –dejando al margen las medidas de
seguridad, ya que no son estrictamente penas– no se está siendo coherente con
la citada reinserción. Si se permite, al menos en hipótesis, que puede privarse
a una persona de su libertad de forma permanente es porque se está
reconociendo, indirectamente, que esta finalidad no es todo lo adecuada que
sería deseable. Por lo tanto, si bien puede ser favorable mantenerla como uno
de los objetivos, debe conjugarse con otros distintos.
Hasta aquí estas breves reflexiones. Solamente resta disculparme por los evidentes defectos y por la ausencia de conocimiento sobre esta rama del Derecho. Simplemente son las reflexiones de un jurista “en construcción”.
Hasta aquí estas breves reflexiones. Solamente resta disculparme por los evidentes defectos y por la ausencia de conocimiento sobre esta rama del Derecho. Simplemente son las reflexiones de un jurista “en construcción”.
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