Para comenzar con este artículo vamos a partir de una aclaración inicial. Y es que, vamos a dividir la exposición en dos partes. La primera, dedicada al principio de lealtad institucional y al voto de la población. Por su parte, la segunda supone una breve referencia a una cuestión que, aunque vinculada, no puede confundirse plenamente con la anterior. Nos estamos refiriendo a la determinación de las personas a las que un representante público “se debe”, es decir, si en su actuación ha de pensar en cumplir con sus votantes o con toda la ciudadanía.
Tras ello y sin más dilación, pasamos al primer bloque.
Lo primero que hay que tener presente es que estamos ante un principio fundamental, aunque existan serias dudas de su real aplicación e, incluso, concreción en la práctica. De hecho, se quiere introducir por nuestro Gobierno en una posible futura reforma constitucional. Como es sabido, este principio está incluido en gran cantidad de normas de nuestro ordenamiento. Así, por ejemplo, el artículo 3.1 e) de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público prevé que las Administraciones Públicas deberán respetar en su actuación y relaciones, entre otros, los principios de “Buena fe, confianza legítima y lealtad institucional”. De una forma muy resumida, podemos señalar que tal principio se refiere a la exigencia de un comportamiento a las personas que ocupan cargos en las instituciones, de tal forma que, en su actuación, no deben anteponer sus intereses al bien común.
Pues bien, este principio choca con la mala gestión que hasta ahora han llevado a cabo los representantes de la ciudadanía que, no sólo han incumplido reiteradamente sus programas políticos, sino que, además, han “vaciado” las arcas públicas para sus gastos privados –de ahí los problemas vinculados a su verdadera aplicación–. Esta corrupción ha contribuido a que se genere una barrera insalvable entre los políticos y la población, dando lugar a que esta última no se sienta representada por los primeros. Este abismo existente entre representantes y representados ha degenerado, sin lógica aparente, en una tolerancia irracional de los ciudadanos ante tales conductas. Así, han pasado a verlas como algo cotidiano y normal, de tal forma que los políticos de turno pueden robar y hacer lo que les venga en gana, pues, al fin y al cabo, siguen recibiendo los votos de los adeptos. Por ello, a la hora de elegir, o bien tienen uno preseleccionado de forma vitalicia, o bien, se decantan por el que piensen que va a llevar a cabo menos fechorías.
No queremos defender con esto una anarquía, ni estamos alentando a que la gente asesine o queme el Congreso. Nada más lejos de la realidad. Únicamente queremos poner de manifiesto que no han de quedar impunes para la ciudadanía –otra cosa será a los ojos de la justicia que, como ya se sabe, es relativa–. Existen medios legales y pacíficos de protestar y exigir lo que es nuestro. Y, por supuesto, puede dejarse de votar a los partidos que ejecuten tales actos –que por desgracia son casi todos–.
Sin embargo, todo esto nos conecta con otra cuestión. ¿Existe realmente una conciencia de voto? ¿cuántos votantes leen los programas electorales? La respuesta es clara: una minoría muy minoritaria. Vayamos más allá. Entre estos últimos, ¿cuántos aplican, en sus respectivos ámbitos de actuación, consecuencias para tales actos? Es decir, ¿cuántos llevan a cabo alguna de las conductas descritas u otras similares para que los políticos tengan su “merecido”? Estamos convencidos que en una encuesta de este tipo –suponiendo que se diga la verdad–, ganarían, por mayoría absoluta, los noes.
En otro orden de cosas, está el problema que señalábamos en segundo lugar, es decir, la lealtad o no a los votantes. Y es que, es muy frecuente escuchar en la televisión que un partido se debe a sus votantes. En este sentido, consideramos que este planteamiento no es correcto. Los representantes deben buscar siempre lo mejor para el bien común –o lo que se entienda que lo es, pues estamos ante un concepto jurídico indeterminado–. Puede ser que esto último coincida con lo que sus votantes quieran o no, pero la obligación fundamental es tratar de alcanzar lo mejor para todos –o al menos para la mayoría–. Es cierto que los partidos tienen programas y que hemos criticado su incumplimiento, pero en el caso de que el mismo tuviera lugar por un fin mayor como el señalado estaría más que justificado.
Téngase en cuenta que no es más que una opinión. Y ello, porque en Derecho –y en las ramas sociales en general– las mismas tienen cabida. Ello no es óbice para que existan cuestiones fuera de la creencia individual. Por ejemplo, las ciencias únicamente pueden ser rebatidas con otra teoría que mejore la existente, pero no son opinables. Por ello no entendemos el empeño de seguir llamando “ciencias” sociales, pues de tales únicamente tienen el nombre. El ser humano es cambiante. La sociedad es dinámica. Y el Derecho ha de acompañarlos. No existen cosas seguras, objetivas, irrefutables. Solamente podrían tener tal carácter los derechos humanos que, como se ha tenido ocasión de señalar en otro momento, no pueden quedar sujetos al arbitrio de una sociedad concreta o de un periodo temporal concreto. Los mismos se encuentran insertados en nuestra propia esencia, de tal suerte que eliminándolos se acaba con el ser humano –o lo que el ser humano debe ser–.
Y nos gustaría acabar con una reflexión. En este sentido, no consideramos que sea cierto el dicho popular que señala que “cada día se aprende algo nuevo”. O al menos, no lo es en su totalidad. Creemos firmemente que cada día no es que se descubra una cosa que no conocías, sino que son muchas las adquieren ex novo. Por su parte, otras que se encontraban difusas se refuerzan. Y otras muchas, simplemente se recuerdan para que no se olviden. Por ello, lo cierto es que aquellas personas que piensan que ya lo saben todo, o que conocen lo que precisan para su ámbito, están muy equivocadas. Pues la vida es un aprendizaje continuo. Un flujo constante de conocimientos. Y es que, como en casi todo, a vivir se aprende viviendo.
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