miércoles, 24 de enero de 2018

Luces y sombras de nuestra Constitución de 1978: un resumen muy resumido del derecho constitucional

Para comenzar con este artículo vamos a partir de una frase acerca de la actual Constitución Española: “bonita por fuera, podrida por dentro”. Para tratar de explicar y justificar esta afirmación llevaremos a cabo un breve análisis de aquellos aspectos que nos parecen claves para construir unas adecuadas bases en una sociedad. Y es que, el título de esta obra ha sido escogido de forma totalmente intencionada. Y ello, porque precisamente vamos a tratar aquellos aspectos que entendemos que están correctamente regulados –luces– y aquellos otros en los que ello no es así y en los que producen problemas interpretativos –sombras–. Tales oscuridades en la redacción podrán venir producidas por decisiones conscientes y voluntarias o no, pero lo cierto es que no cumplen con los requisitos de precisión y claridad necesarios en toda norma –máxime si estamos ante la norma jurídica suprema del ordenamiento–. Aunque quizás no se aprecien las implicaciones que estas cuestiones tienen, el tema de estudio no es baladí, pues influyen, per se, en nuestras vidas.
Sin embargo, conviene precisar una cuestión de orden previo. No debe entenderse de lo anterior que seamos unos acérrimos defensores del principio de seguridad jurídica. El mismo puede provocar que algún jurista que otro pierda su cordura y extienda su aplicación hasta límites insospechados. Tales interpretaciones nos parecen, a todas luces, insostenibles, pues se está olvidando que, a pesar de su relevancia, no deja de ser un principio. Quizás tales interpretaciones tengan su razón de ser en la influencia de un añejo y decrépito positivismo jurídico. No es momento de entrar a estudiar a fondo las incoherencias y los injustificados planteamientos del mismo, baste con destacar únicamente que estos anacrónicos planteamientos llevaron a que algunos colegas perdieran “la chaveta”, sirviendo de fundamento teórico, por ejemplo, del sistema nazi.

Pero volvamos a la seguridad jurídica. Sin olvidar la importancia que la misma tiene, hay que tener en cuenta que no es una norma. En ocasiones los juristas valoramos en exceso la seguridad y la claridad en las leyes, obviando que los derechos pueden requerir de especialidades y que, restringir o regular muy detalladamente no permite atender a las mismas. Cuando una norma circunscribe en demasía el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica, al propio tiempo que genera seguridad jurídica limita y acota la actividad del juzgador, pues como es sabido, in claris non fit interpretatio –decisión que ya conlleva una interpretación, por cierto–. Los tribunales no pueden actuar contra legem o convertirse en una suerte de legisladores de hecho –en contra de la división de poderes–, pero son los que en la práctica deben enfrentarse con los casos concretos. Y estos últimos requieren de una flexibilidad y particularidad que no se produce en la realidad por encontrarse el juez “encorsetado” en la ley clara, concisa y cerrada.
Tras ello y con tal de no irnos por las ramas –aún más– vamos a centrar el objeto de análisis. En este sentido, vamos a dividir la exposición en dos partes: una dedicada a los poderes constituidos –en la que nos vamos a referir a los lobbies–y, por último, otra para referirnos al proceso de reforma de la propia Constitución. No vamos a tratar otros temas que quizás serían más de agrado para el lector porque, a pesar de su vigencia, nos resulta oportunismo e hipocresía analizarlos justo en este momento. Y es que, muchos autores se han lanzado a escribir –cual león a la gacela– para ofrecer a la comunidad científica la solución a un problema que hasta no hace mucho parecía no interesar. Como puede imaginarse nos estamos refiriendo al conflicto catalán o a ciertos temas como la transparencia y el buen gobierno en las Administraciones Públicas.
Con tal de empezar de una vez con nuestro trabajo, vamos a centrarnos, ahora sí, en los poderes constituidos. Para comprender cabalmente los mismos hay que saber, siquiera de forma somera, qué es el poder constituyente[1] –sobre el que más tarde volveremos a incidir–. Y ello, porque el primero “nace” a partir del segundo. Así, se entiende que el poder constituyente es la voluntad originaria, soberana, suprema y directa que tiene un pueblo, para constituir un Estado dándole una personalidad al mismo y darse la organización jurídica y política que más le convenga. Por su parte, el poder constituido es el conjunto de órganos e instituciones creadas por el poder constituyente, cuyo ejercicio está regulado y limitado por este último a través de la Constitución. En resumen: el poder constituyente se identifica con la voluntad del “pueblo”[2] y el poder constituido con los tres poderes que se determinan en la constitución –a saber, el ejecutivo, el legislativo y el judicial–.
De esta forma, nuestra Constitución configura una división de poderes entre los tres anteriores, atribuyendo a cada uno de ellos unas funciones y unas competencias determinadas. Así, encontramos en la misma un Título III (artículos 66 a 92) dedicado a las Cortes Generales (o Parlamento[3]). Como es sabido, las Cortes son bicamerales, subdividiéndose dos órganos: el Congreso de los Diputados y el Senado[4]. La función esencial que se le atribuye es la elaboración de las leyes. Por otro lado, el Título IV (artículos 97 a 107) se ocupa “Del Gobierno y de la Administración[5]. Como indica el artículo 97 CE, corresponde al Gobierno dirigir “la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado”, así como ejercer “la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes”. Por último, el Título VI (artículos 117 a 127) se encarga del Poder Judicial, cuya competencia se concreta en el “ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado”. Dentro del mismo encontramos “los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan”.
Un lector atento podrá haber notado que hemos pasado del Título IV al Título VI sin pasar por un Título V. Pues bien, ello se debe a que, probablemente por conocer nuestro legislador constitucional las dificultades para que exista una verdadera división entre los dos primeros poderes, la Constitución recoge un Título V dedicado a regular “las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales”. Y es que, ya se prevé que, en determinadas circunstancias sea el Poder Ejecutivo quien ejerza la potestad legislativa, pudiendo dictar normas con verdadero rango de ley vid. decretos leyes[6] y decretos legislativos–. Sin entrar en el mal uso que de tales facultades se ha hecho por el Gobierno, es cierto que en algunos casos es necesario que sea este último quien lleve a cabo tales funciones. Así, se recogen una serie de controles que ha de ejercer el Parlamento sobre el Gobierno para evitar excesos indeseados. No obstante, tal fiscalización resulta ineficaz en la práctica en muchas ocasiones, pues el propio sistema electoral[7] desvirtúa el sistema de división de poderes. Si se tiene en cuenta que las elecciones generales de la población a Presidente del Gobierno supone un reparto de escaños proporcional a los votos en el Parlamento, rápidamente puede deducirse que, salvo fricciones en los partidos políticos, la voluntad de un órgano coincidirá, a grandes rasgos, con la del otro. Por lo tanto, rara vez se cuestionarán las decisiones del ejecutivo.
Esto último puede no ocurrir si el partido mayoritario no cuenta con una mayoría absoluta, máxime en una situación como la actual que acabó con el bipartidismo reiterativo que se venía sucediendo. Y es que, a pesar de los problemas que puede generar la pluralidad de opiniones –pues puede repercutir en una imposible gestión y toma de decisiones–, bien entendido, el intercambio de posicionamientos puede enriquecer –aunque no parece ser en lo que esté derivando, ya que las sesiones se han convertido en verdaderas “batallas de gallos” en la que todos buscan su minuto de gloria–. A ello hay que sumar el abismo que se ha ido creando entre los ciudadanos y sus representantes, pues reiteradamente estos últimos han incumplido sus programas y han defraudado a la “caja común”. Esta pérdida de confianza ha desgastado la figura de los representantes hasta tal punto que se ha llegado a cuestionar la propia democracia. Sin embargo, pensamos que el quit de la cuestión no es la democracia en sí, sino la perversión que de la misma se ha hecho. Asimismo, tampoco puede decirse que la población haga un uso responsable del voto, pues se ha convertido en una cuestión de “colores” e ideologías que han llevado a ejercer tal derecho de una forma totalmente irracional. Como si de un partido de fútbol se tratara, como auténticos forofos, siguen votando a “su” partido. Y ello agrava y ayuda a que los políticos continúen con su actitud engañosa, pues, en definitiva, mantienen sus “seguidores”. Y es que, ya se sabe, al pueblo “pan y circo”. Las tesis de Maquiavelo tienen una vigencia inimaginable en la actualidad.
En otro orden de cosas, tampoco el último de los poderes –el judicial– está exento de críticas. Varias cuestiones pueden plantearse. En primer lugar, a pesar de que el sistema de acceso es, en su mayoría, por oposición pública –nutriéndose por personas con unos conocimientos en Derecho indudables–, existe lo que coloquialmente se conoce como “tercer turno”. Según el mismo y con tal de paliar la ausencia de vertiente práctica de los que ingresan por la vía ordinaria, se permite que juristas de “reconocida competencia“ ejerzan funciones jurisdiccionales. El problema esencial radica en determinar que es eso de “reconocida competencia”, que ofrece gran discrecionalidad y que, en muchas ocasiones, se ha convertido en una vía para “meter a conocidos”. Una vez más, la realidad supera a la ficción y se pervierte el sistema con prácticas a todas luces inadecuadas.
Por otro lado, el máximo órgano jurisdiccional –aunque no hay jerarquía entre ellos– al que le corresponde, en su caso, la última decisión, se encuentra totalmente politizado. Sin entrar en su configuración, baste con apuntar que las decisiones no se rigen, normalmente, por criterios jurídicos. Además, los sujetos legitimados para elegir a los miembros no son, precisamente, objetivos, dando lugar a un sistema de “favor por favor” y de lealtad de los magistrados con los políticos.
En tercer lugar, la Constitución ordena la elaboración de un órgano de autogobierno del Poder Judicial para suprimir las competencias que venía ejerciendo el Ministro de Justicia y asegurar una auténtica independencia. Así, el CGPJ se configura como un órgano constitucional, fuera del propio Poder Judicial, pero que debe tomar decisiones fundamentales en el mismo. Nada más lejos de la realidad. Únicamente ofrece una apariencia de constitucionalidad, pues tras las modificaciones de la propia LOPJ se ha transformado en un mecanismo más a través del que los partidos políticos ejercen su influencia. En sus inicios, en 1980, 8 de sus miembros se elegían por el Parlamento (4 por el Congreso y 4 por el Senado) de entre juristas de reconocida competencia con más de 15 años de ejercicio profesional y los 12 restantes “de entre y por” jueces y magistrados de todos los órganos judiciales. Sin embargo, este sistema ha sufrido numerosas modificaciones, atribuyendo la competencia de elección de los 20 miembros a las Cortes en 1985, evolucionando en un sistema intermedio en el año 2001 hasta la actual legislación de 2013. Y es que, hasta el propio TC señaló en el año 1986 que, a pesar de ser constitucional la regulación que se llevó a cabo en 1985 –porque la Constitución ofrece un amplio margen de discrecionalidad remitiendo a su regulación legal–, no parecía la mejor opción, debiendo volverse a la primera. En fin, no faltan las voces que optan por su desaparición, pasando sus funciones al TS –cuyo Presidente, por cierto, lo es a su vez del CGPJ–. Máxime, si se tiene en cuenta el vaciado de competencias gradual que ha sufrido.
Por último, otro órgano que se encuentra al margen del Poder Judicial pero que tiene una relevancia esencial es el TC[8], máximo intérprete de la Constitución. Sobre el mismo pueden verterse idénticos inconvenientes, pues se trata de un órgano controlado, también, por el juego de los partidos.
Tras ello, un lector aún más avispado se habrá percatado que no se ha tratado un tema capital: la monarquía. Sin embargo, no vamos hacer política acerca de lo adecuado o no de mantener al Rey –y su camarilla– o si sería más interesante establecer una República u otra forma de gobierno existente en otros países. Lo cierto, es que el Título II de la Constitución (artículos 56 a 65) se encarga de la Corona, sobre la que señala que “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes”. Sin embargo, la figura del refrendo supone que, como el Jefe de Estado carece de responsabilidad, precisa de un tercero –el Presidente del Gobierno o sus ministros– que “respalde” sus decisiones. De este modo, la figura del Rey está vaciada de competencias efectivas en la práctica y únicamente ejerce funciones residuales. Así, puede decirse que su papel es más simbólico, aunque puede ocupar una posición relevante en situaciones de crisis nacional. No obstante, los constantes eventos desacertados del anterior monarca han acrecentado las críticas y ha ido perdiendo los apoyos y la credibilidad.
Para finalizar con este bloque, vamos a hacer una breve referencia a los lobbies. Los mismos, como fuerzas de presión social, se han transformado en un auténtico legislador de hecho, pues su aval es pieza esencial para los gobiernos. Un ejemplo claro lo tenemos en el nuevo Baremo de Circulación que, al margen de su excesiva y farragosa regulación, se ha negociado con las entidades aseguradoras.  Así, tras un cálculo de los actuarios se ha conseguido un doble efecto –dos por uno, como en los supermercados–: por un lado, dar una apariencia de aumento de indemnizaciones, cuando, en realidad, la mayoría de siniestros que ocurren han sufrido una disminución y, por otro, un mayor beneficio para las compañías. Igualmente, los bancos tienen una posición muy relevante. Ello no quiere decir que todo lo que se dice acerca del rescate de los mismos sea cierto, pues representan un pilar esencial en la economía del país y, quizás, las consecuencias de no haberlo llevado a cabo hubieran sido peores. Asimismo, existen otros como el formado por las hidroeléctricas, por las industrias militares o las tecnológicas.
Pasamos, pues, a la segunda parte del comentario: la reforma de la constitución (Título X, artículos 166 a 169 CE). Únicamente con observar su extensión –sólo se dedican cuatro artículos a su regulación– llama la atención, pues es un tema de rabiosa importancia. En este sentido, varias cuestiones surgen de la misma.
Debemos partir de que se establecen dos vías de reforma: la ordinaria y la especial. Es especialmente relevante, a nuestros efectos, la segunda, por lo que nos vamos a centrar en ella exclusivamente –si bien debe tenerse presente que las dos modificaciones que ha sufrido nuestra Constitución se han tramitado de acuerdo a la primera vía–. Así, el artículo 168.1 CE destaca que “Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución o una parcial que afecte al Título preliminar, al Capítulo segundo, Sección primera del Título I, o al Título II, se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes”. En cuanto a las materias que, de querer modificarse, dan lugar a la aplicación del precepto, llama la atención que se incluya el Título II dedicado a la Corona entre las mismas y no, por ejemplo, los tres poderes.
Por su parte, el apartado segundo del anterior artículo indica que “Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras”. Y surge la primera duda. Una vez elegidas las nuevas Cámaras y ratificada, en su caso, la decisión, ¿deben disolverse de nuevo? Por otro lado, ¿qué ocurre si las nuevas Cámaras no ratifican la decisión? ¿se han disuelto en vano las primeras y se continúa con el mandato de las segundas sin más? O, por el contrario, ¿debe volverse automáticamente a las anteriores? ¿o debe procederse a una nueva elección? No queda muy claro.
En otro orden de cosas, el último de los apartados del artículo 168 CE prevé que “Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación”. Se puede deducir, por tanto, que la convocatoria de referéndum es obligatoria, pero ¿qué efectos tiene el resultado de la votación del “pueblo? Es decir, ¿qué ocurre si no ratifican la decisión? ¿se lleva a cabo igualmente la reforma? ¿o ha de paralizarse la misma ya que no ha existido ratificación? Si se recuerda la titularidad del poder constituyente recaía en el pueblo, del que surgían los poderes constituidos, por lo que parece que la opinión de la población debe ser la preponderante. Además, tampoco tendría mucho sentido llevar a cabo un referéndum para, más tarde, aplicar su voluntad –no creemos que sea precisamente esa la intención y voluntad de la Constitución, pues podría haber previsto un referéndum voluntario como en el procedimiento ordinario de reforma y no lo hace así–.
Además, puede plantearse otra cuestión. Como es sabido, existen diferencias entre referéndum y plebiscito. La más relevante es la que atiende al objeto, esto es, qué se somete a votación popular. Así, en el primero son leyes o actos administrativos, esto es, textos definitivos.  Por su parte, en el plebiscito son propuestas sobre la soberanía o los poderes excepcionales o sobre ciertos temas políticos o sociales. Sin embargo, en la práctica pueden surgir dudas acerca de su configuración y sobre la determinación si un acto concreto se encuentra más cerca del primero o del segundo. Por ejemplo, en la ratificación de la Constitución Europea, a pesar de someterse a votación un proyecto a desarrollar, se calificó de referéndum. Sin embargo, en la aprobación de la Constitución Española actual no existen tantas dudas, pues el texto era acabado y definitivo.
Y es que, si bien no puede obviarse que en la reforma que estamos analizando, la reforma ya ha sido aprobada por las Cortes Generales, ¿no podrían introducirse enmiendas por el pueblo? ¿es un texto definitivo? Además, si la política se concibe como una actividad que busca el bien común para la sociedad, ¿una modificación de los derechos fundamentales no es un tema político? ¿no son un bien común? Dejando ello al margen, tampoco puede decirse que una reforma total pueda llamarse como tal, pues estaría más cerca de una regulación ex novo. Y ello, porque supone un cambio de una por otra nueva.
En último lugar, vamos a reflexionar acerca de un último problema. Si partimos del artículo 81 CE, las materias que deben regularse mediante Ley Orgánica son “las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución”. Como puede observarse, nada se dice de la reforma de la Constitución, es decir, según este artículo, si se llevase a cabo una ley de desarrollo sobre la reforma de la Constitución, la misma no tendría el carácter de orgánica. No obstante, el inciso in fine del precepto –“ y las demás previstas en la Constitución”– abre la puerta a que pueda establecerse, en otros apartados de la Constitución, la obligatoriedad de que otras materias distintas a las anteriores deban desarrollarse mediante Ley Orgánica. Sin embargo, si acudimos al Título X de la misma no se recoge ningún extremo en tal sentido.
Si a todo ello le sumamos que la relación entre leyes –orgánica y ordinaria– no es de jerarquía, sino de competencia, y que las Leyes Ordinarias se aplican por defecto, esto es, para todas las materias no previstas expresamente en la Constitución, ha de concluirse que la ley de desarrollo de la reforma constitucional sería de este último tipo. Y, al menos desde nuestra perspectiva, esto es algo insostenible. Piénsese que podría, por ejemplo, modificarse el propio procedimiento de reforma de la constitución a través de una ley aprobada por una mera mayoría simple. Si de todas las anteriores constituciones se decía que eran “papel mojado” por no tener eficacia práctica, la actual no debe caer en los mismos errores. Pero, con todo esto no queremos poner de manifiesto que lo mejor sea acabar con la Constitución, pues los avances con la misma han sido indudables y constituyó un mecanismo que ayudó a acabar con una etapa de dictadura, fraguándose con apoyos y acuerdos de diferentes ideologías. Únicamente nos interesa destacar que deben modificarse algunos apartados de la misma, clarificar ciertos aspectos y adaptarse a las realidades sociales que, como las propias personas, evolucionan y cambian. Máxime si se tiene en cuenta que es la piedra angular de nuestro ordenamiento jurídico, de la que parte el resto de normativa.





[1] Se suele distinguir por algunos autores entre poder constituido originario y derivado. Sin embargo, consideramos que nada aporta a la discusión, pues oscurece las diferencias con el poder constituido.
[2] Se suelen emplear, además, otros términos para concretar el poder constituyente. Así, por ejemplo, se habla de nación para describir la voluntad de un grupo de personas que deciden unirse y formar una comunidad política en un determinado momento. Sin embargo, no vamos a hacer mayor referencia a los mismos, ya que, por los problemas que generan en la práctica –vid. los vinculados a los nacionalismos– requerirían de un estudio pormenorizado e independiente.
[3] Otro problema que se plantea es el exceso de órganos existentes a nivel estatal, autonómico, provincial y local que, en ocasiones, supone una reiteración innecesaria al tener competencias coincidentes, representando un exceso de gasto público en representantes. Sin embargo, en muchos casos la cuestión no radica en las remuneraciones declaradas de estos, sino en otro tipo de pagos y cobros ilegales.
[4] Tampoco vamos a opinar acerca de lo adecuado o no de mantener este segundo órgano que, a pesar de tener unas competencias residuales se le permite ocupar un papel esencial en determinadas circunstancias de verdadera relevancia –como en la aplicación del sonado artículo 155 CE–.
[5] Aunque en la práctica hay que hacer verdaderos malabares para distinguir entre Gobierno y Administración –pues este último no deja de ser una parte del primero–, nuestra Constitución muestra su intención de que no se confundan y que sean dos realidades diferentes.
[6] Personalmente, nos es muy difícil diferenciar entre los supuestos recogidos para los decretos leyes, que se prevén para los casos “de extraordinaria y urgente necesidad” y los que dan lugar a la aplicación los estados de alarma, de excepción y de sitio (artículo 116 CE y Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio). Lo único que parece claro y meridiano es que la regulación de las “infraestructuras comunes en los edificios para el acceso a los servicios de telecomunicación” no supone una situación de extraordinaria y urgente necesidad (vid. Real Decreto-ley 1/1998, de 27 de febrero, sobre infraestructuras comunes en los edificios para el acceso a los servicios de telecomunicación).
[7] Y ello, sin entrar en el propio sistema electoral proporcional presidido por la Ley d’Hont y las disfuncionalidades que genera. La discusión podría convertirse en una cuestión más profunda si deriva en la propia configuración de la democracia como representativa frente a la democracia directa.
[8] Se nos ocurre una situación que, si bien es algo singular, podría plantearse. Como es sabido, tras la aprobación de un decreto ley, el mismo debe ser inmediatamente sometido “a debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados, convocado al efecto si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación. El Congreso habrá de pronunciarse expresamente dentro de dicho plazo sobre su convalidación o derogación, para lo cual el Reglamento establecerá un procedimiento especial y sumario” (artículo 86.2 CE). Por lo tanto, suele señalarse que el encargado de revisar el decreto ley es el Congreso y el plazo para llevar a cabo el mismo es, si no estuviere reunido, de 30 días. Sin embargo, imagínese que se interpone un Recurso de Inconstitucionalidad ante el TC y el mismo resuelve –algo ya verdaderamente extraño– en antes del citado plazo. ¿No estaría ejerciendo un control sobre los mismos el propio TC? Y es que, aunque no se trate de una ley strictu sensu, este tipo de decretos tienen una fuerza y rango equivalente a la misma. Así, ¿podría desecharse un decreto ley en un plazo inferior a los 30 días por el TC?

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