En
esta ocasión vamos a tratar de exponer las características esenciales del
derecho de autor, para, una vez realizado, ponerlo en comparativa con el resto
de derechos y tratar de comprender algunas situaciones conflictivas dando una
posible solución.
Lo primero que hay que
señalar es que el derecho de autor es un derecho de la propiedad especial.
Dicha especialidad proviene del objeto de dicho derecho, a saber, la obra
intelectual. Y ello, porque la misma es inmaterial. Así, su propietario puede
prohibir su utilización a cualquier sujeto y puede autorizarla a quien quiera y
en los términos que quiera. Al margen de las especiales características especiales
derivadas de su inmaterialidad e ubicuidad como puede ser la imposibilidad de
usucapir estos derechos, lo cierto es que estamos ante un derecho real de
propiedad igual que cualquier otro, con las implicaciones que ello conlleva y
que más tarde se verán.
Por otro lado, como ya
se tuvo ocasión de señalar, creemos esencial que a la hora de aproximarse a una
materia se utilice los conceptos de la forma más precisa posible para evitar
confusiones y conclusiones erróneas. En el ámbito de la propiedad intelectual y
al margen de lo que la propia Ley de Propiedad Intelectual (LPI) denomina como
otros derechos, existe un único derecho de autor del cual surgen diferentes
facultades patrimoniales y morales. Considerar estas facultades como derechos
como hace la LPI y la propia doctrina, no puede deberse más que a un mal
entendimiento de la distinción entre derecho y facultad, o bien a una actitud
pasiva ante la realidad que consideramos negativa.
Si todo lo que hemos señalado es cierto,
no entendemos cómo se plantean dudas acerca de la resolución de determinadas
situaciones. Así, si una persona contrata con otra la realización de una
determinada obra intelectual, del tipo que sea y en dicho contrato se estipula
que el autor cede de forma exclusiva las facultades patrimoniales a este
tercero, la explotación de dicha obra corresponderá a éste. Y ello, al margen
de que en la persona del autor sigan residiendo las facultades morales que por
imperativo legal (art. 14 LPI) son irrenunciables e inalienables. Como es
sabido, el contrato es ley entre las partes y, por tanto, el mismo vincula a
ambos. Para comprender mejor la situación vamos a comparar esta situación con
un contrato de obra a partir del cual una persona se comprometa a realizar un
edificio a cambio de un precio. A la finalización del contrato, una vez pagado
el precio, ninguna duda plantea la propiedad de dicho bien inmueble. Sin
embargo, en la primera situación expuesta, la solución no está exenta de
discusión. Desde nuestra posición, ninguna diferencia cabe reseñar entre ambos
casos, al margen de las facultades morales que, como se ha señalado, pertenecen
al autor. Pero, tratar de interpretar las mismas de una forma absoluta, en el
sentido de que permitan al autor acabar con el contrato sin mayores
consecuencias, nos parece, sin duda, discutible. Sin duda, en ambos casos, si
la persona encargada de realizar una obra no cumple su obligación, nos
encontramos ante un incumplimiento contractual.
Dentro de las facultades morales,
encontramos varias manifestaciones, a saber, la divulgación, la paternidad, el
acceso, la integridad, la modificación y la retirada. En particular nos
interesan estas tres últimas. Pues bien, creemos que hay que interpretarlas de
forma respetuosa con las facultades patrimoniales cedidas. Consideramos que no
es correcto entender que el ejercicio de estas facultades es absoluto. Por
ejemplo, la facultad de integridad no puede suponer que cualquier tipo de
deformación, modificación, alteración o atentado contra la obra suponga una
conculcación, pues la propia LPI lo limita a que “suponga perjuicio a sus
legítimos intereses o menoscabo a su reputación”. Tampoco la facultad de
modificación es absoluta, pues la Ley refiere que deberá ejercitarse “respetando
los derechos adquiridos por terceros y las exigencias de protección de los
bienes de interés cultural”. Por otro lado, la facultad de retirada, también se
encuentra limitada en la Ley, al señalar que sólo podrá basarse en convicciones
morales, indemnizando, en su caso, de los daños y perjuicios a los titulares de
derechos de explotación (daño emergente y lucro cesante del artículo 1106 CC).
Por último, vamos a analizar dos casos
muy parecidos para arrojar algo más de luz sobre lo señalado. Imaginemos que
una persona arrienda un bien inmueble a un tercero. Ello implica que está
cediendo la facultad de uso y disfrute sobre dicho bien y reteniendo en su
persona la facultad de disposición. Sería absurdo pensar que el ejercicio de
ésta última facultad es absoluto y que el propietario puede disponer sin contar
con el arrendatario para ello. Como prevé expresamente la normativa deberá
respetarse las facultades adquiridas por el arrendatario en el contrato, pues
ambos se encuentran vinculados por él. Además la legislación es especialmente
tuitiva con el arrendatario. Si alguna de las partes decidiese finalizar el
contrato tendría que indemnizar a la otra y esto no plantea discusión alguna.
Cambiemos de situación. Volvamos al caso en el objeto del contrato es la
creación de una obra con la consiguiente cesión de las facultades
patrimoniales. ¿Por qué en este caso debemos interpretar las facultades morales
que siguen en la persona del autor de modo absoluto? ¿No son situaciones
similares al margen de las especialidades señaladas? Sinceramente entendemos
que no hay diferencia y que la solución a ambos casos es idéntica.
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