Lo cierto es que soy consciente de lo
atrevido que resulta tratar un tema de este calibre. En primer lugar, porque se
trata de una temática compleja per se, ya que existen opiniones para
todos los gustos y no es una cuestión objetiva. Además, a ello se suma mi
escasa experiencia en este ámbito, pues me encuentro en mi segundo año como
docente universitario. Igualmente, la situación política, social y económica
actual agrava, más si cabe, este hecho. En España –aunque puede predicarse de
otros muchos países– estamos acudiendo a una peligrosa e irreversible deshumanización
e insensibilidad generalizada. Asimismo, nuestra clase política, lejos de evitar
este fenómeno, contribuye decisivamente con su nefasta organización y gestión
de los asuntos públicos. En este sentido, las noticias se encuentran plagadas
de titulares que denuncian la gran corrupción existente y la ausencia de pactos
entre nuestros dirigentes, que parece conducirnos, de nuevo, a otras
elecciones. Quizás por este motivo la ciudadanía ha optado por los extremos y,
partidos que unos años atrás no hubieran tenido cabida en nuestro sistema,
gozan de tanta popularidad.
Dejando al margen este tipo de disquisiciones,
me gustaría plasmar mi particular y sesgada visión de la docencia y de la función
que ha de tener.